Eran ya las cinco de la
mañana y aun no había podido parar de llorar, en silencio, para no despertar a
los Harrison. Seguía sentada y apoyada en la puerta, no me había movido de allí
todavía, no me atrevía.
Mi vida era un asco,
desde que murieron mis padres todo había cambiado. Los servicios sociales me
llevaron a ese asqueroso orfanato en el que pasé cuatro largos años. Después,
el matrimonio Harrison me adoptó. Pero nunca llegué a imaginarme que me
utilizarían para su propio beneficio, cada día tendría que ir a robar dinero para ellos, sino, ni comida ni
agua; no iba ni al instituto ya, no querían pagarme los estudios…
En aquel momento dejé
de llorar, ya estaba harta. Sabía que le había dicho a Christian que no iba a
escaparme ni con él ni con nadie… Se iba a enfadar mucho, pero tenía que romper
mi promesa. No podía aguantar más en esa casa, no sabía cómo lo iba a hacer ni
a dónde ir, pero quería salir de allí cuanto antes.
Recogí el gorro negro
del suelo y me levanté, fui de puntillas hasta la vieja mesa de madera y saqué
a la luz un sobre escondido; en él tenía ahorrados cincuenta euros, no era
mucho, pero algo había conseguido robarles a los Harrison. Coloqué el gorro en
su sitio, ocultando mi característico cabello y abrí la puerta. Bajé las
escaleras con muchísimo cuidado de no hacer ruido, por suerte ambos tienen un
sueño demasiado profundo. Sin encender ninguna luz recorrí las paredes del
pasillo hasta alcanzar la puerta, por desgracia… estaba cerrada con llave… Tuve
que volver sobre mis pasos otra vez al cuarto, no sabía lo que podía hacer. No
me quedaba otra: la ventana. Era un segundo piso, pero si quería salir de esa
vida, tenía que hacerlo. Levanté con suavidad el cristal y saqué las piernas,
tenía miedo a las alturas. Cerré los ojos y apreté los dientes con fuerza, conté
hasta tres y me lancé a la oscuridad de la noche que empezaba a llegar a su
fin.
La caída fue dura y un
grito sin aire salió de mi garganta. El dolor me atravesaba la pierna derecha
como si de fuego se tratase. Me levanté como pude, intentando que las lágrimas no
se asomaran por mis ojos y, andando, me dirigí primero al puesto de fruta.
Tardé demasiado en llegar, para entonces ya hubo amanecido; debía darme prisa.
Antes de saltar por la ventana había escrito “Gracias” en el sobre, y con miedo
de no despertar a ningún vecino, lo coloqué bajo una de las patas de la mesa de
la frutería.
Muy bien, ahora debía
salir de la ciudad. No quería permanecer en ese laberinto mugriento de calles,
demasiados recuerdos que quería olvidar. Comencé a andar en dirección sur y un
camión llamó mi atención. Tenía el motor en marcha y el conductor apoyado
contra el capó. Me acerqué intentando que no se diera cuenta de mi presencia y por
la matrícula descubrí que pertenecía a alguien de un pueblo no muy lejano a la
ciudad, se encontraba a unos cuarenta kilómetros. No dudé ni un instante, y
cuando el conductor subió al vehículo, me agarré con fuerza a la parte trasera
y el camión empezó a circular por el asfalto de la ciudad.
Cuando llegamos a una
rotonda por mitad trayecto y el camión redujo la velocidad, salté del vehículo,
caí con la pierna derecha sin querer y de nuevo el fuego me recorrió el cuerpo
por la columna vertebral. Era un dolor insoportable. Salí de la carretera y me
senté en la tierra de uno de los campos de alrededor. Lentamente, remangué el
pantalón para poder ver aquello que me dolía tanto. La herida aun sangraba, y
no tenía muy buena pinta la verdad. Me quité la sudadera y rompí parte de la
tela de mi camiseta para poder tapar la herida. Volví a colocarme la sudadera y empecé a andar en
dirección al pueblo, no estaba muy lejos, por lo que fui con calma y a la
velocidad que me permitía ir mi pierna herida.
No debía de llevar
mucho tiempo andando que empezó a llover. Genial, eso era lo que me faltaba.
Continué mi camino y en muy poco conseguí llegar al pueblo, las calles estaban
desiertas por la fuerte tormenta que caía. Busqué un refugio y entre las callejuelas
del pueblo, encontré una puerta de madera de un tamaño colosal cubierta por un
arco. Decidí sentarme allí y descansar hasta que amainara la
lluvia. No sabía qué hora debía de ser, aun por la mañana, pero el sueño hacía
estragos sobre mí. Cerré los ojos un instante, tan sólo uno y, cuando volví a
abrirlos, la visión había dado un cambio radical inesperado.
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