"Una pequeña historia escrita por mi madre para adornar este rincón mío, espero que os guste ya que es muy conmovedora y dulce. Leedla y disfrutarla, por favor."
Había una vez un niño que se llamaba Fernando.
Fernando tenía siete años, era un niño muy guapo, moreno y con
unos grandes ojos oscuros de largas pestañas negras. Era dulce y cariñoso, le gustaban mucho los
animales, de mayor quería ser veterinario para poder curar a todos los animales
enfermos que llegaran a su consulta, por eso se tomaba muy en serio sus
estudios.
Fernando tenía un pequeño perro marrón al que había salvado de
morir cuando tenía tan solo un mes, sus antiguos dueños querían deshacerse de
él ya que el perrito no tenía pedigrí y sus antiguos dueños no podían venderlo
en su negocio de venta de perros de raza.
El pequeño cachorro, mezcla de cocker, llegó un día a casa de
Fernando hecho una bolita de pelo en sus brazos y era tan pequeño y gracioso
que sus padres no pudieron negarse a que el pequeño perrito se quedara en la
casa,…, era tan pequeño y parecía tan desamparado que sus padres no pudieron
negarse y así el cachorro se quedó en la casa.
Pronto se convirtió en un miembro más de la familia y todos lo llenaban
de mimos y él les correspondía lamiéndolos y pidiendo, con su patita, que lo
cogieran en brazos. Resultó un perro
perfecto para convivir con una familia, pues era un perro tranquilo y cariñoso.
Después de mucho pensar le pusieron de nombre “Simba”, como el
león de la película de Walt Disney, “El Rey León”, porque el perrito, de color
canela, tenía una pequeña melena por debajo de sus orejas, realmente tenía un
aire de león en miniatura.
Fernando se ocupaba de cuidarlo y todos los días se levantaba
media hora antes de lo acostumbrado para sacarlo a pasear. Como era invierno al
cachorrito le compraron una mantita para ponérsela como abrigo en sus paseos
cotidianos por los caminos del pueblo.
Pasaron dos años, el perro creció y Fernando y Simba se
convirtieron en amigos inseparables. Cuando el perro oía los pasos del niño por
la calle se ponía a ladrar alegremente porque sabía que con su llegada había
paseo y diversión. A Simba le gustaba correr por los campos y olisquearlo todo.
Juntos pasaban largos ratos jugando al aire libre.
Una tarde de primavera, a la vuelta del colegio, Fernando cogió
su merienda y salió con Simba a dar el paseo cotidiano. El perro corría
alegremente y miraba de vez en cuando hacia atrás para ver si Fernando lo
seguía.
De pronto, Simba se paró entre unos matojos y empezó a ladrar
con energía, el perro daba vueltas alrededor de las altas hierbas, pero no se
movía de allí, ladraba como intentando captar la atención del niño para que se
acercara.
Fernando, intrigado, fue donde se encontraba el perro y
descubrió la causa de sus ladridos, allí se encontraba una cría de golondrina
herida. El niño no tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí, pero la
recogió con cuidado y la llevó a su casa.
En cuanto llegó se la mostró a sus padres, era una cría muy
pequeña y daba una sensación de desamparo, Simba no paraba de mirarla con sus
ojos delineados de marrón oscuro, parecía como si el perro sintiera lástima por
ese pájaro tan indefenso.
El padre examinó a la pequeña golondrina con sumo cuidado y le
dijo a Fernando que tenía un ala rota, era muy difícil que sobreviviera. El
niño no se dio por vencido, le pidió a su padre que la curara, preparó una caja
de zapatos en la que puso una toalla y la improvisó un pequeño nido. Una vez
curada la cogió en sus manos y se la acercó al pecho para darle calor. Tomó
unas miguitas de pan y con su propia saliva hizo unas diminutas bolitas que
introdujo con delicadeza en su pico, luego subió la caja con la golondrina y la
dejó en su habitación junto a la ventana y le dijo a la golondrina que no se
preocupara que allí, en su casa, se curaría.
Todos los días se repetía la misma dinámica, Fernando arropaba
a la golondrina y le daba de comer las miguitas de pan y agua con una pequeña
jeringuilla que sus padres le habían dado.
Inexplicablemente, la pequeña golondrina se curó, creció y un
día comenzó a volar por la habitación para terminar posándose en el hombro de
Fernando picoteándole el cuello como si jugara.
Los días pasaron y llegó el verano, la golondrina era ya un
pájaro adulto que volaba por la casa y jugaba con el perro y con el niño y
seguía durmiendo en su nido improvisado junto a la ventana.
Un día, casi a finales del verano, los padres llamaron a
Fernando, tenían que hablar con él de su querida golondrina. Le explicaron que
las golondrinas no son pájaros para vivir en cautividad, sino que son animales
libres y, por lo tanto, debía soltarla para que buscara compañeros con los que
emigrar a países más cálidos donde pasaría el invierno.
Fernando no quería soltar a su golondrina, él pensaba que ella
era feliz allí, con sus juegos y con sus vuelos por toda la casa, pero al final
comprendió que su querida amiga debía seguir su instinto y llevar la misma vida
que el resto de sus congéneres, así que la cogió en sus brazos abrió la puerta
de la casa, le dio un beso en el pico y la lanzó al aire para que volara libre,
tal y como la naturaleza la había creado, la golondrina dio unas vueltas a su
alrededor, agitó las alas como despidiéndose y se alejó volando.
Pasó el otoño y llegó el invierno, Fernando no olvidaba a la
pequeña golondrina y se preguntaba que habría sido de ella.
Llegó la primavera y Fernando y Simba volvieron a dar sus
largos paseos disfrutando del sol, de sus juegos y del buen tiempo.
Un sábado el niño estaba estudiando en su mesa de trabajo con
la ventana abierta, de pronto, un pájaro negro y blanco con una manchita roja
en el pecho se coló en la habitación revoloteando por la estancia. A Fernando
le dio un vuelco el corazón, era una golondrina, pero no era una golondrina
cualquiera, que se posó en su hombro y comenzó a picotearle en el cuello, como
hacía otras veces, demostrándole así su cariño.
Fernando no cabía en sí de alegría, su querida amiga había
regresado, Simba no paraba de ladrar, demostrando así también su alegría.
La golondrina salió por la ventana, Fernando se quedó
expectante, la golondrina regresó, pero esta vez no lo hizo sóla, otra
golondrina entró en la habitación, era la compañera que había elegido en su
largo viaje para formar “una familia”.
Ambas entraban y salían constantemente, como queriendo captar
la atención del niño, éste al final bajó al jardín y vio que debajo del alféizar
de su ventana las golondrinas habían construido un nido, habían construido su
“hogar”. En él pusieron sus huevos y al cabo de unas semanas nacieron unos
pequeños polluelos que piaban continuamente reclamando su comida. Los polluelos
crecieron y durante todo el verano Fernando dejaba la ventana abierta y volvieron
los juegos y los picoteos, sólo que ahora era toda la familia la que jugaba con
Simba y se acurrucaba en el regazo del niño.
Pasó el verano y llegó el otoño. Una mañana las golondrinas
estaban especialmente inquietas, no paraban de revolotear, se posaban en su
hombro y le daban cariñosos picotazos. Fernando presintió lo que iba a pasar,
las golondrinas iban a marcharse, tenían que seguir su instinto y dando una
vuelta más por la habitación salieron por la ventana, revolotearon por el aire
moviendo sus alas, era una despedida así que emprendieron el vuelo y
desaparecieron de su vista, pero Fernando esta vez no se quedó triste porque
sabía que no era un adiós si no un “hasta pronto”. En el fondo de su corazón
estaba seguro que su querida golondrina y su pareja regresarían a su nido, a su
“hogar” la próxima primavera.
Muy bonito el texto de tu madre^^
ResponderEliminarDice mi madre que muchas gracias, no veas lo feliz que has hecho a tu suegra con ese comentario. Jajajaja, como una niña <3
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